El próximo domingo 7 de junio la Iglesia celebra la solemnidad del Corpus Christi, día de la Caridad. En esta señalada fiesta se celebran en las distintas diócesis procesiones en las que el Santísimo Sacramento recorre las calles de pueblos y ciudades, entronizado en maravillosas custodias en las que los fieles volcaron su amor, mediante su capacidad artística, sus joyas personales y sus donativos.
Si bien la custodia es el objeto litúrgico que hoy identificamos como el más representativo tanto de la solemnidad del Corpus Christi como de la adoración eucarística en general, fueron otros objetos los que aparecieron en primer lugar, no para la exposición de la sagrada forma, sino para su conservación.
La conservación de las especies consagradas, que tiene como fundamento la doctrina de la Transubstanciación, evoluciona a menudo por la necesidad de refutar las herejías que niegan la presencia del Cuerpo y la Sangre de Cristo en las especies eucarísticas. En este sentido, la tipología de los distintos objetos utilizados para contener la Eucaristía fue variando a lo largo de la historia. La adoración eucarística encuentra, además, en España un gran exponente en el Santo Cáliz de la Catedral de Valencia; en relación con este tema, es de gran belleza también la consideración de Santa María Virgen como primer cáliz, primer continente de la Eucaristía.
Habría de pasar aún un tiempo para el nacimiento de la custodia como objeto litúrgico, siendo sumamente interesante, más que la creación misma del objeto, las circunstancias que motivaron este acontecimiento. Las herejías antieucarísticas, principalmente la de Berengario de Tours, y los milagros eucarísticos sucedidos en el s. XIII, testimonian y a su vez propician el nacimiento de una nueva sensibilidad en los creyentes, en los que surge y se fortalece el deseo de contemplar y adorar la Sagrada Forma. Se presenta, entonces, la necesidad de encontrar un modo digno para mostrarla a los fieles, dando lugar a las primeras custodias.
Las custodias, cuya realización se debe generalmente a comunidades amplias, son junto con las coronas de la Virgen las piezas de orfebrería de más calidad artística y riqueza ornamental, porque son reflejo de las devociones más intensas de los fieles. Son así, por norma común, creadas por deseo expreso del pueblo, que desea manifestar de esta forma su amor al Santísimo Sacramento. Resulta llamativo en este sentido cómo los fieles solían pedir expresamente que las joyas que donaban no fuesen vendidas para financiar la obra de arte, sino fundidas en su cuerpo y engastadas en ella las piedras. A menudo los donativos (anillos, gemelos, etc.) están acompañados con notas como: “que lo pongan muy cerca de Él”. Y es que los objetos personales tienen siempre para nosotros esa característica de permanencia, de extensión en ellos de la persona a quien perteneció.
Don Félix Granda (1868 – 1954) era muy consciente del significado que tenía el arte eucarístico, y por ello, entre las muchísimas obras de arte que realizaba, era en este en el que ponía el máximo cuidado. Su objetivo, o como él mismo lo definió, “su propósito”, era el de crear un arte que, siendo nuevo, respondiendo a la sensibilidad de su tiempo, ahondara sus raíces en el pasado, que bebiera de las fuentes bíblicas y patrísticas, y que no ignorara las manifestaciones artísticas cristianas anteriores, sino que las restaurara. Adoptó como corona del emblema que le servía como una suerte de sello personal el lema de San Pio X (precisamente, conocido como “el Papa de la Eucaristía”), “Instaurare Omnia in Christo”: que todo en los templos esté interpretado a la luz de la Revelación; “que el sacerdote, cuando enseñe sus vasos y sus obras de arte, le den estos pie a hablar de Cristo”.
Merecen especial atención sus consideraciones sobre la naturaleza que debe tener el arte sacro, y en particular, los objetos eucarísticos. Para D. Félix Granda, todo objeto dedicado al culto debe ser artístico, y señala que en ello reside su valor, y no en la riqueza de los materiales que lo conformen. “Si somos pobres, ofrezcamos pobre don; pero todos los objetos que destinemos a su culto, sean de materias ricas o pobres, sean expresión de un sacrificio de alabanza”. “Tiene más valor para el hombre culto una estatuilla de Tanagra en barro, en donde el arte helénico puso su alma, que una informe escultura de oro de un arte decadente”. Hoy, quizá más que nunca, podemos comprender que la verdadera ofrenda está en el tiempo que dedicamos a realizar una tarea, entendiendo éste como expresión de nuestro amor. Esta idea fue la que llevó a D. Félix Granda, imbuido de un cierto espíritu Romántico, a afirmar que el trabajo artesanal era el que dotaba a estos objetos de espíritu humano, lo que les convertía en piezas de arte, en contraposición con los fabricados de forma seriada en las industrias, cuya popularidad, de hecho, estaba haciendo desaparecer del panorama los oficios tradicionales.
El objetivo de D. Félix Granda al acometer sus obras era “utilizar el arte para enseñar a Cristo“; para él, el arte es un camino para hacer tangible lo Intangible, para tratar de hacer accesible a nuestra mente el insondable Misterio que es la Eucaristía, que no podemos ver directamente, ni comprender completamente, pero cuya realidad podemos percibir a través de las imágenes, de los signos, que nos hablan de él. “Las líneas, las luces y reflejos del oro, el brillo y color de las piedras preciosas, las rosas y los lirios (…), los signos y las cosas misteriosas que nos sugieren los Libros Santos, son las palabras con que balbuceamos el nombre del amado de nuestro corazón”, decía el artista. Estos signos y símbolos no eran elegidos deliberadamente, sino que siempre se encuentran fundamentados en argumentos teológicos, en pasajes bíblicos y en la tradición de la Iglesia, pues para D. Félix Granda, “la Sagrada Biblia, la Iglesia en sus himnos y oraciones, nos ofrecen un tesoro inagotable de motivos y figuras: son las nieblas, son los velos, tras los que se oculta el misterio de la Fe y del Amor de Cristo”.
Esta filosofía convierte habitualmente sus obras en una exposición, a través de imágenes, de profundas y complejas historias y símbolos, todos los cuales tienen como eje fundamental a Cristo. Sus custodias, en cuyos diseños puso toda su imaginación y amor, son hoy testimonio de su fidelidad a la misión a que dedicó su vida: “que todo en el templo enseñe a Cristo”.